sábado, 26 de marzo de 2011

Compasión:

la más humana de las virtudes

Por Leonardo Boff

Tres escenas aterradoras, el terremoto en Japón, seguido de un tsunami devastador, la pérdida de gases radioactivos de las centrales nucleares afectadas, y los deslizamientos de tierras ocurridos en las ciudades serranas de Río de Janeiro, sin duda han provocado en nosotros dos actitudes: compasión y solidaridad.
Primero irrumpe la compasión. Ente las virtudes humanas, tal vez sea la más humana de todas, porque no solo nos abre al otro como expresión de amor dolorido, sino al otro más victimado y mortificado. Poco importa la ideología, la religión, el status social y cultural de las personas. La compasión anula esas diferencias y hace que tendamos las manos a las víctimas. Quedarnos cínicamente indiferentes demuestra una suprema inhumanidad que nos transforma en enemigos de nuestra propia humanidad. Delante de la desgracia del otro no hay modo de no ser los samaritanos compasivos de la parábola bíblica.
La compasión implica asumir la pasión del otro. Es trasladarse al lugar del otro para estar a su lado, para sufrir con él, para llorar con él, para sentir con él el corazón destrozado. Tal vez no tengamos nada que darle y las palabras se nos mueran en la garganta, pero lo importante es estar a su lado y no permitir que sufra solo.
Aunque estemos a miles de kilómetros de distancia de nuestros hermanos y hermanas de Japón o cerca de nuestros vecinos de las ciudades serranas cariocas, su padecimiento es nuestro padecimiento, su desespero es nuestro desespero, los gritos desgarradores que lanzan al cielo preguntando: ¿por qué, Dios mío, por qué?, son nuestros gritos desgarradores. Y compartimos el mismo dolor de no recibir ninguna explicación razonable. Y aunque la hubiera, no anularía la devastación, no levantaría las casas destruidas, ni resucitaría a los seres queridos fallecidos, especialmente a los niños inocentes.
La compasión tiene algo de singular: no exige ninguna reflexión previa, ni argumento que la fundamente. Ella simplemente se nos impone porque somos esencialmente seres com-pasivos. La compasión refuta por sí misma la noción del biólogo Richard Dawkins del «gene egoísta». O el presupuesto de Charles Darwin de que la competición y el triunfo del más fuerte regirían la dinámica de la evolución. Al contrario: no existen genes solitarios, todos están inter-retro-conectados y nosotros humanos formamos parte de incontables tejidos de relaciones que nos hacen seres de cooperación y de solidaridad.

Cada vez más científicos provenientes de la mecánica cuántica, de la astrofísica y de la bioantropología sostienen la tesis de que la ley suprema del proceso cosmogénico es el entrelazamiento de todos con todos y no la competición que excluye. El sutil equilibrio de la Tierra, considerada como un superorganismo que se auto-regula, requiere la cooperación de un sinnúmero de factores que interactúan unos con otros, con las energías del universo, con la atmósfera, con la biosfera y con el propio sistema-Tierra. Esta cooperación es responsable de su equilibrio, ahora perturbado por la excesiva presión que nuestra sociedad consumista y derrochadora hace sobre todos los ecosistemas y que se manifiesta por la crisis ecológica generalizada.
En la compasión se da el encuentro de todas las religiones, del Oriente y del Occidente, de todas las éticas, de todas las filosofías y de todas las culturas. En el centro está la dignidad y la autoridad de los que sufren, provocando en nosotros la compasión activa.
La segunda actitud, afín a la compasión, es la solidaridad. Obedece a la misma lógica de la compasión. Vamos al encuentro del otro para salvarle la vida, llevarle agua, alimentos, abrigo y especialmente calor humano. Sabemos por la antropogénesis que nos hicimos humanos cuando superamos la fase de la búsqueda individual de los medios de subsistencia y empezamos a buscarlos colectivamente y a distribuirlos cooperativamente entre todos. Lo que nos humanizó ayer, también nos humaniza hoy. Por eso es tan conmovedor ver como tanta gente de todas partes se moviliza para ayudar a las víctimas y a través de la solidaridad darles lo que necesitan y sobre todo la esperanza de que, a pesar de la desgracia, sigue valiendo la pena vivir.

viernes, 11 de marzo de 2011

Mas allá del Amor

Muerte Constante Más Allá Del Amor
Patricia Velásquez- Actriz y modelo de la etnia wayúu de la Guajira venezolana-Aquí en su papel en la película La Momia II


Un cuento de Gabriel García Márquez (1970)
Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su vida. 

La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. 
Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala ineludible en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector perseverante aunque sin mucha fortuna de los clásicos latinos mal traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima Navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la manifestación pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para descansar, Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través del desierto, 
almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le esperaban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un término fijo, pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliche de la placita estéril.
Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de memoria tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
—Estamos aquí para derrotar a la naturaleza —empezó, contra todas sus convicciones—. Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritos de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de tablas y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de vidrio y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.
—Así seremos, señoras y señores —gritó—. Miren. Así seremos.
El público se volvió. Un trasatlántico de papel pintado pasaba por detrás de las casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio. Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desarmado, y traído de un lugar para el otro, —también el pueblo de cartón superpuesto estaba carcomido por la intemperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.
Nelson Farina no fue a saludar al senador por primera vez en doce años. Escuchó el discurso desde su hamaca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de muerte natural poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos pedazos sustentaron su propio huerto de coliflores, sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer más bella del mundo.
Desde que conoció al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Farina había suplicado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson Farina no se rindió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los ilusionistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Escupió su rencor.
—Merde —dijo— c'est le Blacaman de la politique.
Después del discurso, como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles del pueblo, entre la música y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una mujer encaramada en el techo de una casa, entre sus seis hijos menores, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.
—Yo no pido mucho, senador —dijo—, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.

El senador se fijó en los seis niños escuálidos.
—¿Qué se hizo tu marido? —preguntó.
—Se fue a buscar destino en la isla de Aruba— contestó la mujer de buen humor—, y lo que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.
La respuesta provocó un estruendo de carcajadas.
—Está bien —decidió el senador— tendrás tu burro.
Poco después, un ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un regalo del senador.
En el breve trayecto de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la última esquina, por entre las estacas del patio, vio a Nelson Farina en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:
—Cómo está.
Nelson Farina se revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.
—Moi, vous savez —dijo.
Su hija salió al patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza guarnecida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aun en aquel estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.

—¡Carajo —suspiró asombrado— las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Farina vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron esperar en la única silla del vestíbulo.
El senador estaba en la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siempre en todos los pueblos del desierto, que el propio senador sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del ventilador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.
—Nosotros, por supuesto, no comemos pajaritos de papel —dijo—. Ustedes y yo sabemos que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?

Nadie contestó. Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por la puerta entreabierta. El senador siguió hablando con un dominio sustentado en la complicidad de la muerte.
—Entonces —dijo— no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Farina vio salir la mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. 
Laura Farina trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.
—No se puede arrancar —dijo entre sueños—. Está pintada en la pared.
Laura Farina volvió a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo descubrió a Laura Farina cuando el vestíbulo quedó desocupado.
—¿Qué haces aquí?
—C'est de la part de mon pére— dijo ella.
El senador comprendió. Escudriñó a la guardia soñolienta, escudriñó luego a Laura Farina cuya belleza inverosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resolvió que la muerte decidiera por él.
—Entra —le dijo.
Laura Farina se quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, v se posaron sobre las cosas del cuarto.
—Ya ves —sonrió hasta la mierda vuela.
Laura Farina se sentó como en un taburete de escolar. Tenía la piel lisa y tensa, con el mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.
—Es una rosa —dijo.
—Sí —dijo ella con un rastro de perplejidad—, las conocí en Rlohacha.
El senador se sentó en un catre de campaña, hablando de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tiró en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Farina que lo ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los cordones se preguntó de cuál dé los dos sería la mala suerte de aquel encuentro.
—Eres una criatura —dijo.
—No crea —dijo ella—. Voy a cumplir 19 en abril.
El senador se interesó.
—Qué día.
—El once —dijo ella.
El senador se sintió mejor. “Somos Aries”, dijo. Y agregó sonriendo:
—Es el signo de la soledad.
Laura Farina no le puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no sabía qué hacer con Laura Farina, porque no estaba acostumbrado a los amores imprevistos, y además era consciente de que aquél tenía origen en la indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Farina con las rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espaldas en el catre. Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el corazón asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.
—Nadie nos quiere —suspiró él.
Laura Farina quiso decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para ayudarla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su destino. El senador la acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encontrarla tropezó con un estorbo de hierro.
—¿Qué tienes ahí?
—Un candado —dijo ella.
—¡Qué disparate! —dijo el senador, furioso, y preguntó lo que sabía de sobra—: ¿Dónde está la llave?

Laura Farina respiró aliviada.
—La tiene mi papá —contestó—. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y que le mande con él un compromiso escrito de que le va a arreglar su situación.
El senador se puso tenso. “Cabrón franchute”, murmuró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda —recordó— que seas tú o sea otro cualquiera, estaréis muerto dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de vosotros ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.
—Dime una cosa —preguntó entonces—: ¿Qué has oído decir de mí?
—¿La verdad de verdad?
—La verdad de verdad.
—Bueno —se atrevió Laura Farina—, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
—Qué carajo —decidió— dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
—Si quiere yo misma voy por la llave —dijo Laura Farina.
El senador la retuvo.
—Olvídate de la llave —dijo— y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.
Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, escondió la cara en su axila de animal de monte y sucumbió al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Farina, y llorando de la rabia de morirse sin ella.



La región verde en el mapa indica donde vive la etnia Wayúu entre Venezuela y Colombia


jueves, 3 de marzo de 2011

LA MEDITACION CAMBIA POSITIVAMENTE LA ESTRUCTURA DEL CEREBRO

Participar en un programa de meditación de 8 semanas puede provocar cambios positivos mensurables en las regiones cerebrales asociadas con la memoria, la empatía, el estrés, y la consciencia de sí mismo. 
En un estudio que se publicó el 30 de enero en la revista científica Psychiatry Research: Neuroimaging, un equipo liderado por los investigadores del Massachusetts General Hospital (MGH) confirman lo dicho anteriormente al reportar los resultados de su estudio, el primero en documentar los cambios producidos por la meditación en la materia gris del cerebro
"Aunque la práctica de la meditación está asociada con una sensación de tranquilidad y relajación física, los médicos han afirmado durante mucho tiempo que la meditación también proporciona beneficios cognitivos y psicológicos que persisten durante todo el día", dice Sara Lazar, PhD, del programaPsychiatric Neuroimaging Research del MGH, autora principal del estudio. 
"Este estudio demuestra que los cambios en la estructura del cerebro pueden ser la base de algunas de estas mejoras reportadas y que las personas se sienten mejor, no sólo porque están dedicando tiempo a la relajación".

Estudios previos del grupo de la Dra. Lazar y otros encontraron diferencias estructurales entre los cerebros de los que practicaban la meditación activamente y el de los individuos sin antecedentes o experiencias previas de meditación. 
Los investigadores pudieron observar un engrosamiento de la corteza cerebral en áreas asociadas con la atención y la integración emocional. 
Pero la investigación no pudo comprobar que esas diferencias fueron producidas efectivamente por la meditación.
Para el estudio actual, se tomaron imágenes por resonancia magnética (IRM) de la estructura cerebral de 16 participantes activos, dos semanas antes y después de haber participado en un programa de meditación durante 8 semanas en la Universidad de Massachusetts. 
Además de las reuniones semanales que incluían prácticas de la meditación consciente, que se centra en la percepción -sin prejuicios- de sensaciones, sentimientos, y estados de la mente, los participantes recibieron grabaciones de audio para la práctica de meditación guiada y se les pidió realizar un seguimiento de cuánto tiempo practicaron cada día. 
Por otro lado, un conjunto de imágenes de resonancia magnética cerebral fueron tomadas de un grupo control de no meditadores en un intervalo de tiempo similar.
El grupo de participantes activos en la meditación reportó haber dedicado un promedio de 27 minutos cada día en la práctica de ejercicios de atención, y sus respuestas a un cuestionario atención indicaron mejoras significativas en comparación con las respuestas antes de la participación.
El análisis de las imágenes de resonancia magnética, que se centró en las áreas donde las diferencias asociadas a la meditación fueron vistas en estudios anteriores, encontró un aumento de la densidad de materia gris en el hipocampo, conocido por su importancia para el aprendizaje y la memoria, y en las estructuras asociadas a la auto-conciencia, la compasión y la introspección.


Los participantes tambien reportaron una reducción en los niveles de estrés, que también se correlacionaron con la disminución de la densidad de materia gris en las amígdalas, de las cuales se sabe que juegan un papel importante en la ansiedad y el estrés. 
Aunque no hubo cambios en una estructura asociada a la auto-conciencia llamada ínsula, que había sido identificada en estudios anteriores, los autores sugieren que la práctica de la meditación a largo plazo podría ser necesaria para producir cambios en esa área. 
Ninguno de estos cambios fueron observados en el grupo control, lo que indica que dichos cambios no fueron el resultado simplemente del paso del tiempo.

"Es fascinante ver la plasticidad del cerebro y que, mediante la práctica de la meditación, podemos jugar un papel activo en el cambio estructural del cerebro, al hacer algo que puede aumentar nuestro bienestar y calidad de vida", dice Britta Hölzel, PhD, co-autora del estudio en el MGH y de la Universidad de Giessen en Alemania. 
"Otros estudios en diferentes poblaciones de pacientes han demostrado que la meditación puede mejorar de forma significativa una variedad de síntomas, y ahora estamos investigando los mecanismos subyacentes en el cerebro que facilitan estos cambios".