martes, 31 de mayo de 2011

Indignaos!

"Nosotros nos jugábamos la vida. Hoy los jóvenes se juegan la libertad"

"¡Indignaos!", el libro que inspiró el Movimiento 15-M

Es un pequeño manifiesto del francés Stéphane Hessel, de 93 años.
Detrás del sorpresivo "movimiento de los Indignados" en España, se encuentra un pequeño libro con un título en forma de consigna: "¡Indignaos!. En apenas 30 páginas, el nonagenario francés Stéphane Hessel incentiva a la juventud a salir de la apatía para rebelarse en forma pacífica contra las desigualdades del mundo moderno.
Cuando se trata de rebelión, Hessel sabe de qué habla. Héroe de la Resistencia francesa contra la ocupación nazi, fue torturado por la Gestapo y llevado al campo de concentración de Buchenwald, del que logró escaparse. Reconvertido en diplomático, fue uno de los autores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
"Mi obra exhorta a los jóvenes a indignarse, dice que todo buen ciudadano debe indignarse actualmente porque el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparan todo", confiaba en una entrevista al diario español El País.
A sus 93 años, Hessel siente que llega al fin de su vida pero quiere compartir con los jóvenes (desencantados) un "alegato contra la indiferencia" y un mensaje de esperanza.
Lo que propone es la insurrección pacífica, la desobediencia civil basada en la indignación. "¡Indígnense¡" repite Hessel a los jóvenes, porque de la indignación nace el compromiso con la sociedad.
Hessel llama a protestar contra la brecha económica creciente entre ricos y pobres, la dictadura de los mercados, el trato hecho a los inmigrantes indocumentados y el desmantelamiento del Estado de bienestar.
En el libro, Hessel invita a cambiar de sistema económico y llama a los jóvenes a "no claudicar ni dejarse impresionar por la dictadura actual de los mercados financieros que amenaza la paz y la democracia". El autor afirma que no se aprendió nada de los errores que produjeron la crisis económica.
“La disparidad entre los pobres y los ricos nunca fue tan grande, ni se alentó tanto a la gente a amasar fortunas y a competir”, afirma. La alternativa, según Hessel: "que el interés general domine sobre los intereses particulares".
Defensor de la causa palestina, Hessel denuncia la situación en Cisjordania y Gaza, que define como una “prisión a cielo abierto para un millón y medio de palestinos”, y vuelve con fuertes críticas sobre la operación “Plomo fundido” en la que murieron unos 1.400 civiles en 2009.
Convencido de que el único camino a seguir es el de la no violencia, Hessel condena al terrorismo, aunque asegura que se puede llegar a entenderlo como un producto de la exasperación.
Hessel invita a luchar contra la decadencia del mundo actual. Aunque reconoce que hubo importantes logros desde el fin de la Segunda Guerra mundial, como la descolonización o , el fin del apartheid, la caída del Muro de Berlín, estima que el mundo entró en una tendencia inversa con el comienzo del siglo XXI tras los atentados del 11 de septiembre y la presidencia de George W.Bush.
El libro de Hessel fue un éxito de librerías en Francia, donde fue publicado poco antes de Navidad. En apenas cuatro meses se vendieron más de 1,5 millones de ejemplares. Fue traducido a más de veinte idiomas y en España salió a la venta en marzo, con un prólogo del economista español José Luis Sampedro. 
“Estamos en un umbral, entre el horror del primer decenio y las posibilidades de las décadas siguientes. Pero hay que esperar, siempre hay que esperar”, alentó Hessel.

Arcadi Oliveres / Fragmento de conferencia from ATTAC.TV on Vimeo.

1 El artículo fue tomado de: 
http://tn.com.ar/internacional/00055948/%C2%A1indignaos-el-libro-que-inspiro-al-movimiento-15-m


2 Esta es una de las muchas direcciones que ofrecen el libro:

http://www.attacmadrid.org/wp/wp-content/uploads/Indignaos.pdf

viernes, 20 de mayo de 2011

Hombre de la esquina rosada

Un cuento de Jorge Luis Borges
Nacida en la Ciudad de Buenos Aires (1941-74) Susana Brunetti debuta en cine con la pelìcula "El Hombre de la esquina rosada"(1962) 
A Enrique Amorim
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
Mireya
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. Enseguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
De asco no te carneo:
dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Di unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo ­me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida ­cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos ­y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
Entrá, m'hija­y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! ­se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
La está mandando un ánima ­dijo el Inglés.
Un muerto, amigo ­dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados ­alto, sin ver ­ y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvió a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. 
Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
Para morir no se precisa más que estar vivo ­dijo una del montón, y otra, pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó enseguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre. 

martes, 17 de mayo de 2011

Nuestro cerebro aún no se entiende a sí mismo


Scarlett Johansson

Entrevista de Lluís Amiguet a Ignacio Morgado  catedrático de Psicobiología de la Universitat Autònoma de Barcelona



Saber los límites
Hace frío y huele a formol.
La mano del doctor Morgado sostiene ante mis ojos una inquietante masa gris.
Es un cerebro humano donado a la ciencia.
“¿Cómo -se pregunta hamletiano Morgado- este mero trozo de carne puede convertirse en pensamiento?”
Y resuena en la cámara su respuesta sabia e inesperada: “Llevo toda una vida dedicado a responder esta pregunta y no es que no tenga respuesta...
Es que no tengo ni una hipótesis.”
Después, más sabio aún,  concluye que el secreto del bienestar es conocer y aceptar tus límites, aunque aspires con realismo a superarlos, y me temo que, por ahora, la neurociencia tampoco ha logrado curar ninguna de las grandes enfermedades mentales.
Foto de Ignacio Morgado por Gemma Miraida


Llevo toda una vida pensando el cerebro...

¿Y...?
Ha llegado la hora de reconocer lo que no podemos explicar.

Un ejercicio muy sano.
El único posible ante el gran problema: ¿cómo esa masa de carne que es nuestro cerebro se convierte en pensamiento?...

¿Y no tenemos alguna teoría?
Ni siquiera hipótesis.

¿Ninguna, aunque sea peregrina?
Ninguna seria. En cambio, si usted me preguntara: ¿hay vida en otros planetas? Podría aventurar hipótesis: que los marcianos son verdes o amarillos... Pero sobre cómo lo objetivo se convierte en subjetivo, ni eso.

Conclusión...
Pues que ante el enigma del cerebro y la subjetividad somos como un mico que tratara de resolver ecuaciones.

Hay monos muy listos.
Pero ninguno sabe resolver una raíz cuadrada, y ¿sabe por qué?

¿...?
Porque no le hace falta para adaptarse a su medio. ¿Un mono es inteligente?

¿...?
¿Inteligente para qué? Lo es para vivir en la selva, pero no para las ecuaciones. Al hombre le pasa igual: no necesita entender el cambio de la materia al pensamiento para adaptarse al medio y, por eso, no hemos evolucionado hasta comprenderlo.

¿Y no lo comprenderemos nunca?
Sólo si lo necesitáramos para adaptarnos. Porque eso es nuestro cerebro: un eficiente órgano de adaptación al medio. Si nuestro medio no estuviera en perpetuo cambio, no tendríamos cerebro: bastaría un mero sistema automático de respuestas inconscientes.

Vivir es un problema sólo si lo piensas.
La teoría de la evolución ilumina toda la neurociencia y explica los porqués, pero no es tan buena para revelar los cómos.

Y de paso se lleva a Dios por delante.
Deploro la arrogancia de los científicos que ridiculizan la fe ajena sin ofrecer al creyente otra alternativa para esa parte de su vida. Si Dios existe para tantos es porque les ayuda a adaptarse a una existencia dura.

Dios es una emoción muy útil.
Y las emociones son como atajos en la cadena de razonamiento. Usted apenas ve las rayas de un tigre y ya está corriendo sin haber llegado a razonar “rayas, luego tigre, luego peligro, luego corro...”. Así salvamos la vida.

O nos pegamos un susto tonto.
Las emociones forman parte de la respuesta cerebral a los desafíos del medio. El secreto del equilibro no es reprimirlas, sino aprender a gestionarlas utilizando la razón.

Por ejemplo.
Ser un celoso es evitable; sentir celos, no.

Es más fácil decirlo que conseguirlo.
Si comprendemos la utilidad de nuestras emociones y su sentido bioevolutivo profundo, nos será más fácil controlarlas.

¿Por qué sentimos celos?
Quizá para evitar invertir recursos en la cría de un descendiente que no lleve nuestros propios genes. Los celos de las señoras, en cambio, intentan evitar que el macho los invierta en otras hembras y sus progenies.

Palabra de Darwin.
Podríamos describir así con facilidad la utilidad evolutiva de cada una de nuestras emociones: amor, odio, envidia, miedo, admiración, y las conductas que procuran: fidelidad, obediencia, temor...

¿No existe ninguna emoción inútil?
La emoción misma suele ser útil, pero existen reacciones inútiles y nocivas a esas emociones. El arsenal bioquímico que las emociones desencadenan en nuestro cuerpo sirve a nuestra adaptación, pero sólo si aprendemos a modularlo. Las emociones útiles en las cavernas debemos aprender a canalizarlas en una cena de gala.

¿Todos sentimos igual?
No, nacemos con reactividad emocional diferente y aprendemos o no a controlar y expresar nuestras respuestas emocionales.

Inteligencia emocional, supongo
Y el desajuste emocional acaba siendo una falta de adaptación al medio.

¿Cómo?
Cuando usted ambiciona más de lo que puede conseguir, genera estrés. Por eso, el secreto de la tranquilidad es ser consciente de tus límites y aprender a modular en consonancia tus emociones.

No enamorarse de Scarlett Johansson.
Enamorarse, ¿por qué no? Eso es perfectamente posible, otra cosa es pretenderla. Si es demasiado ambicioso o soberbio o las dos cosas, sus emociones le empujarán más allá de lo que puede ofrecerle la realidad.

¿Eso es estrés?
Y el origen de todas las frustraciones.

¿Estas ratas suyas le enseñan cosas?
Cada día. Somos pioneros en estimulación eléctrica intracraneal. Mediante pequeñas descargas eléctricas mejoramos su capacidad de aprendizaje y memoria.

¿Cómo?
Según sus reacciones, las clasificamos en mejores y peores para aprender. Con el estímulo adecuado las ratas menos hábiles o incluso las más viejas y enfermas... ¡hasta llegan a superar a las más jóvenes y capaces! Demostramos así que la estimulación puede vencer a la vejez y la enfermedad.

¿Nos sirve a los humanos?
Estos resultados servirán para fundar experimentos similares hasta lograr aplicar estímulos farmacológicos a la memoria y aprendizaje en personas.