El oasis – Capítulo Primero
El destino de las personas a veces es complicado y complejo, a veces sencillo y sin mayores problemas, hay quienes desde su nacimiento ya son lo que serán, mientras hay otros que hasta su última hora y minuto nada tienen definido.
Hay destinos felices, desgraciados, tranquilos, dramáticos, victoriosos, y otros perdidos.
Hay destinos que todo lo mezclan y otros que no mezclan nada.
Hay quienes se juegan dentro de muchas posibilidades, otros que apuestan solo a una y hay quienes ni lo uno ni lo otro les importa.
En esos días en la empresa donde trabajaba nos jugábamos no solo el destino de la empresa sino el futuro inmediato de miles de personas cuyos ingresos económicos dependían de nuestra permanencia en el mercado. Poderosas manos repletas de dinero inundaron de un momento a otro todas las esquinas y en menos de quince días nos arrebataron la décima parte de nuestros clientes, los planes de contingencia que habíamos previsto desde hacía algunos meses no estaban funcionando, pero habíamos podido contener otro importante segmento por el cual luchábamos para que no se nos cayera. Las jornadas de trabajo se alargaron aumentando la presión e intensidad que apenas era soportable, recuerdo que debíamos comer en el mismo escritorio y si antes a las cuatro de la tarde ya estaba libre, ahora la costumbre era salir entre nueve u once de la noche.
Fue así como ella apareció, en medio de este barullo, sin que tuviera la más mínima intención de que apareciera.
Había calculado que el día viernes saldría a las seis, entonces acordamos estar en un restaurante a eso de las siete para luego pasar a un bar a tomar alguna copa. Llegué a mi apartamento, quinto piso con panorámica hacia el centro de la ciudad, me aflojé la corbata, colgué el saco, tiré los zapatos a cualquier parte, encendí el radio, oí una voz femenina áspera pero dulcemente modulada comentando sobre música jazz, tomé un trago, seguidamente me acosté en el sofá con la intensión de descansar quince minutos, había una nota en la mesa de la sala que dejó Adelita quien me ayudaba en los oficios, me dije que luego de un duchazo la leería, todo era penumbra, la gata que hacía tres años me hacía compañía se acomodó en mi pecho con su habitual ronroneo y me quedé dormido profundamente.
Desperté a las once y media reprochándome mil cosas y más, en el teléfono tenía tres mensajes de ella, uno a las siete y cuarto donde preguntaba si acudiría a la cita, otro a las ocho y media donde preguntaba si había sucedido algo imprevisto y un último a las diez que me pedía la llamara a cualquier hora apenas pudiera. No, no, y nóoo debí quedarme dormido, leí entonces la nota que estaba sobre la mesa “…que por favor apenas llegue llame a Silvia…”
La llamé y me contestó de inmediato, le dije lo que había pasado sin omitir nada, descansé más de lo que había dormido cuando escuché que se reía, me dijo que estaba preocupada porque hoy pasan y suceden tantas cosas que no se puede ya estar tranquila, luego bromeó culpando a la gata de haber urdido una buena artimaña y volvió a reír, entonces fui feliz. Quedamos en que nos reuniríamos al día siguiente en cualquier cafetería después de la clase de yoga que terminaba a las diez de la mañana. Me dio las gracias por haber llamado, dijo que ahora podría dormir sin preocuparse y deseó que pasara bien el resto de la noche. Y lo pasé bien, muy bien.
Me levanté temprano. Mientras tomaba mi café pensé en la caja que usaría para llevarle unos panes de centeno con almendras y miel de cardo pues debía tener cuidado que no se estropearan en su presentación, ya que encima llevaban mermelada, los que más me gustaban eran los de mermelada de arándanos. Esperaba con esto en parte resarcir mi falta y ambientar una nueva cita.
La clase estuvo bien, ella era una instructora con cerca de veinte años de experiencia y se sentía con plenitud la revitalización del cuerpo y del espíritu luego de sus secciones.
Así que con un ánimo radiante salimos hacia una cafetería cercana como a destapar los regalos que la luz del sol nos había traído. Luego de bromear un poco y mientras traían nuestros pedidos aproveché para entregarle los panecillos. Me llenaba de gusto todo el universo ver su curiosidad y su sonrisa, destapó la caja mirándome con mucha emoción; ¡Se ven deliciosos! Exclamó. Probaré este, no me resisto, y sacó uno con mermelada de naranja. Antes de que preguntara por su origen le dije que yo mismo los hacía. No lo tomes como una lisonja; agregó con ternura, pero el saberlo los hace ¡doblemente exquisitos! Volvió a reír y me volví a alegrar. ¡Y la manera como están acomodados aquí en la caja! se nota el esmero y el cariño, todo me asombra y me alaga mucho, ¡pero mucho! Me sentí como un niño cuando la maestra califica su tarea con la máxima nota.
Seguidamente hablamos de los ingredientes, de los que le llamó la atención la miel. Habló de los beneficios de la harina de centeno, de las almendras, de los arándanos rojos y de los azules, de los silvestres y de los cultivados. También se refirió a la importancia de las pequeñas y maravillosas semillas en la vida de las personas, de las civilizaciones, de cómo alrededor de ellas nacían culturas, edificaciones, historias, máquinas y tantas cosas más. Mientras hablaba sacó una japamala traída del Tibet cuyas cuentas eran de semillas de rudraksha, un árbol sagrado de esas regiones, la extendió con su mano para que yo la tomara, cuando la tomé, accidentalmente se enredó en una hendidura del diseño de la mesa y en lugar de dejar que ella la destrabara tiré con un poco de fuerza y se reventó, las cuentas salieron hacia el piso con la fortuna que no rodaron mucho sobre la alfombra a pesar de ser de pelo corto. Abochornado me dispuse a recoger una por una mientras ella reía, pero no me sirvió de mucho su risa, igual me sentí bastante torpe. Una vez recogidas las cuentas que habían ido a dar al piso verificamos que no faltara ninguna. Son ciento ocho en total, las que se desprendieron fueron ocho, pues por cada ocho hay un nudo y esos nudos no dejaron que las demás salieran del hilo, dijo, y volvió a reír. Puso las ocho semillas perforadas en una servilleta guardándolas en su bolso; ya pronto estarán de nuevo en su sitio, sentenció mirándome. Siguió narrando acerca de las semillas sagradas, en una pausa que hizo aproveché para disculparme y salir al baño un momento.
Mientras me lavaba las manos frente al espejo, recordé la delicadeza de su rostro balanceándose como una hoja de árbol que desciende apaciblemente, vaivén que hace que quede como hipnotizado y me pierda a veces en otro espacio y otro tiempo de los que regreso cuando miro la magia de sus manos. Yo creo que ella nota mis subidas repentinas de temperatura, mis cambios en la respiración, los tonos en mi cara. Bueno, qué más puedo hacer, me tiene en sus manos, pensé, y salí hacia la mesa donde estábamos.
Ya habían traído el té verde para ella y una porción de un “capricho” de tarta de lúcuma con relleno de crema de albaricoque, adorno de higos en su gelatina y su miel. Lo mío era el acostumbrado espresso y tres trufas de chocolate negro.
Con delicadeza y elegancia tomó la pequeña cuchara, apartó un bocado, extendió su mano hasta mi boca para que lo probara y me pidió que antes evocara un deseo, pensé unos instantes, entonces quise que este momento se multiplicara por miles y miles de veces, tantas veces como la cantidad de estrellas en el universo. La condición para que se cumpla; exigió, es que dentro de siete días tienes que revelarme cuál fue el deseo…sonrió esperando mi respuesta. Así será; le dije. Qué más podía decir, pensé…
Nos miramos a los ojos en silencio por un momento en el que se trenzaron muchos enigmas e instantes infinitos, allí imaginé que un viento mecía y jugaba con las hojas de unos árboles gigantescos al tiempo que se escuchaba correr un agua muy pura, muy transparente. Después, empezamos a hablar sobre el comer despacio, ritualizar el comer, agradecer el comer y la necesidad que nuestros hogares fueran un altar para estos y muchos otros rituales. Se me ocurrió comparar un sitio semejante, no con un nido, sino con un oasis, porque eso era lo que yo sentía cuando llegaba al apartamento donde vivía, calma, tranquilidad y una profunda paz que ya no me provocaba salir a ninguna parte.
Ahora entiendo mucho mejor lo de anoche; dijo. Y me volví a avergonzar. Yo no puedo decir lo mismo; repuso, y siguió comentando; vivo con una pariente que debo tenerle mucha paciencia, aparte los vecinos son bastante ruidosos, y la casa está muy cerca de la calle... Entonces, casi que por reflejo se me ocurrió, en medio de esta oportunidad, invitarla a donde yo vivía...A mi oasis.