Una pequeña fábula de Franz Kafka

¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio
era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba
ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se
estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón
está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo
comió.
FIN
La Florista
Me alquilo para soñar (Un cuento de GABO)
Georgia O’Keeffe vivió pintando, durante casi un siglo, y
pintando murió.
Sus cuadros alzaron un jardín en la soledad del desierto. Las flores de
Georgia, clítoris, vulvas, vaginas, pezones, ombligos, eran los cálices de una
misa de acción de gracias por la alegría de haber nacido mujer.
Eduardo Galeano
Abril 3
Me alquilo para soñar (Un cuento de GABO)
A las nueve de la mañana,
mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de
mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida
del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en
un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en
los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los
numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por
los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de
vidrio. Tuvo que ser un maretazo colosal pues entre la muralla del malecón y el
hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima
de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos,
con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron
la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la
mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se
pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo
sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento
del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le
quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la
ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de
esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos
embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince
días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil
nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero
en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de
esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí
que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba
un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel
tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo
salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de
estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi
impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas
de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente.
Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el
castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería.
Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos
guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los
treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a
envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y
también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: Me alquilo para soñar.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio.
Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas,
y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar
los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes
premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por
un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo
que más le gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un
sistema propio de vaticinios. -Lo que ese sueño significa - dijo – no es que se
vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces. La sola interpretación parecía
una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus
golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de
la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido
suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a
escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que
aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello
en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la
primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer,
ella sólo dijo la verdad: "Sueño". Le bastó con una breve explicación
a la dueña de la casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para
los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el
desayuno, que era el momento en que la familia se asentaba a conocer el destino
inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado;
la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos
niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a
las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único
compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes,
compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero
que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la
taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas
noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no
permitía ninguna pérdida de tiempo.
-He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo –me dijo-. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años. Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobre-viviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
-He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo –me dijo-. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años. Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobre-viviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana
había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual
que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española
por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar
hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías
de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el
cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún.
Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil
en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso
juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más
parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado.
Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su
esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero
era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en
Carballeria fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con
una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de
todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las
ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las
cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como
los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de
los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó
de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja:
-Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
-Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y
así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un
anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los
ojos fijos en él. La reconocí en el
acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en
el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo
barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el
café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al
poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en
adivinaciones de sueños.
-Sólo la poesía es clarividente –dijo.
-Sólo la poesía es clarividente –dijo.
Después del almuerzo, en el
inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para
refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus
propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que
describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el
océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba
claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus
inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre
había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo
dije.
Ella soltó una carcajada irresistible. "Sigues tan atrevido como siempre", me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
Ella soltó una carcajada irresistible. "Sigues tan atrevido como siempre", me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
-A propósito –me dijo-: Ya puedes
volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de
que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
-Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré –le dije-. Por si acaso.
-Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré –le dije-. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para
acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de
unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en
el Japón. Había que abrir unas ventanas cerrar otras para que hubiera el grado
de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio
absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como
los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el
monograma de la almohada impreso en la mejilla.
-Soñé con esa mujer que sueña
–dijo.
Matilde quiso que le contara el
sueño
-Soñé que ella estaba soñando
conmigo -dijo él.
-Eso es de Borges –le dije. Él me
miró desencantado.
-¿Ya está escrito?
-Si no está escrito lo va a escribir alguna
vez -le dije-. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a
las seis de la mañana, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa
apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con
que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la
primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en
la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella
acababa de despertar de la siesta.
-Soñé con el poeta –nos dijo. Asombrado,
le pedí que me contara el sueño.
-Soñé que él estaba soñando
conmigo –dijo, y mi cara de asombro la confundió-. ¿Qué quieres? A veces, entre
tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. "No se imagina lo extraordinaria que era", me dijo. "Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella." Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. "No se imagina lo extraordinaria que era", me dijo. "Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella." Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
-En concreto –le precisé por
fin-: ¿qué hacia?
-Nada –me dijo él, con un cierto desencanto-.
Soñaba.
Marzo 1980.
Gabriel García Márquez, cuento
tomado del libro Doce cuentos peregrinos, Ediciones Altaya, 1995.
La Trama (Un cuento de Jorge Luis Borges)
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.